Hace
unas semanas decidí volver a leer “Doña Bárbara”, aquella novela del venezolano
Rómulo Gallegos considerada una de las grandes obras del regionalismo
latinoamericano. Y como la relectura es un ejercicio de reconocimiento de la
maduración intelectual, sus páginas me abrieron nuevos mundos que aquel primer
encuentro con la obra me había negado.
Intenté
olvidarme de esa Doña de mirada fría que interpretó María Felix en 1943. Esa
ceja levemente alzada que no daba mucho lugar al derecho de la duda. Y pensé en
esa niña que encontró su destino atroz una tarde en la selva amazónica, “más
allá del Cunaviche, más allá del Cinaruco, más allá del Meta”. “De más lejos
que más nunca” había llegado en un bongo a hacerse cargo del peso que
significaba su vida entera.
¿Qué
habrá significado ser una Doña Bárbara en un mundo con tantos Santos Luzardos?
Hombres civilizados que buscaban transformar todo a su alrededor. ¿Qué
oportunidad de redención pudo haber tenido esa mujer? ¿Cómo? Si ante cada una
de sus acciones, su creador se apresuraba a aclarar que lo hacía “como lo haría
un hombre”. El pecado de esa devoradora de hombres fue haber nacido en una
época que despreciaba a los hijos de esta tierra. Y más aún, a las hijas de
esta tierra. No se trata acá de condonar las culpas por sus múltiples crímenes.
Pero algo en esas palabras, en esas actitudes, en esas emociones, despiertan mi
clemencia. Había perdido a su joven amor, un amor puro y sano que le impedía
ver los horrores de este mundo, había intentado ser vendida por su padre a un
turco leproso para que formara parte de su propio lupanar y, finalmente,
violada y golpeada hasta tal punto de ser dejada al borde de la muerte.
Hay
mucho del determinismo naturalista en la obra de Gallegos. No hay lugar para la
salvación de un alma atormentada como la de Doña Bárbara; tanto es así que ella
misma, cuando ve por primera vez los ojos de ese civilizado Santos Luzardo,
puede ver en ellos su propio fin.
Y en ese
final abierto y casi anunciado, no puedo evitar imaginármela yéndose ligerita
de equipaje, con la certeza de que su paso por la vida la había convertido en
una mujer mitad demonio, mitad leyenda. Una mujer que jamás morirá, porque
vivirá en cada trozo de tierra de esta indómita Latinoamérica.
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