miércoles, 15 de agosto de 2018

El amor es cosa de mandinga

“El amor es cosa de mandinga”, habrá pensado Gabriel García Márquez y creó a Sierva María de Todos los Ángeles.
“El amor es cosa de mandinga”, habrá pensado, y dio vida a Cayetano Delaura.
“El amor es cosa de mandinga”, habrá pensado, y escribió “Del amor y otros demonios”.
Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que hizo invisible a Cayetano en el momento en el que la monja guardiana entró en la celda de Sierva María, e impidió así que lo viera acostado semidesnudo junto a ella.
Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que obliga a un hombre recorrer todas las noches un oscuro túnel, sangrándose las manos por cruzar tapias, todo para llegar a la celda donde su amada lo espera.
Cómo no va a ser cosa de mandinga ese amor que encegueció a tal punto a Cayetano que creyó poder volverse invisible otra vez por la fuerza de la oración, y atravesó las puertas del convento de las Clarisas, subió escaleras, recorrió pasillos, cruzó jardines hasta que se encontró rodeado por las monjas con sus crucifijos en alto gritándole “Vade retro”.
Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que llevó a Sierva María a abrirse de brazos en la puerta para exigirle a Cayetano que no se iba o se iba ella también.
Cómo no va a ser cosa de mandinga ese amor que lleva a un hombre desolado por la ausencia y condenado a ser enfermero de leprosos, a comer con ellos, dormir con ellos, bañarse con ellos, todo para contraer la lepra y morirse de una vez por todas, pero no conseguirlo y vivir muchos años más.

Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que lleva a un cura y a una niña poseída por Belcebú a recitarse los versos más hermosos que conocí de Garcilaso de la Vega: “En fin a vuestras manos he venido do sé que he de morir tan apretado”.

jueves, 9 de agosto de 2018

La noche trémula


El día anterior a que se suicidara, José Asunción Silva se hizo marcar, por su amigo y médico Juan Evangelista Manrique, una cruz en el lugar exacto donde estaba su corazón para que el disparo fuera más certero. Parece que dejó en la cabecera de su lecho una traducción francesa de “El triunfo de la muerte” de Gabriele D’Annunzio. Le había llegado la noche.

Esa noche trémula que dejó plasmada en lo que se conoce como “Nocturno III”, su obra más reconocida.

Se trata de una poesía publicada por primera vez en 1894 en la revista “Lectura para todos” de Cartagena. La muerte, la ausencia y la soledad se entretejen en un relato inagotable, espejo del alma del poeta.

Silva rememora con suma delicadeza la historia de un amor truncado por la tragedia, repasando los detalles en tres partes: el amor en vida, la agonía y muerte de la amada, y el reencuentro final de los amantes en un espacio y en un tiempo que traspasan los límites de la vida. Cada una de ellas es el portal hacia un recuerdo. Luces y sombras se alternan casi hasta el infinito a la manera del claro-oscuro romántico.

Su obra es reducida. Muerto a los 31 años, José Asunción Silva forma parte de ese grupo de poetas latinoamericanos “frustrados”, como José Martí, muertos en la cumbre de su carrera. Transformado ahora casi en una leyenda para la literatura latinoamericana, nos dejó su poesía.

Una noche,
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
a mi lado lentamente, contra mí ceñida toda, muda y pálida,
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el más secreto fondo de las fibras te agitara,
por la senda florecida que atraviesa la llanura
caminabas,
y la luna llena
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,
y tu sombra
fina y lánguida,
y mi sombra
por los rayos de la luna proyectadas,
pobre las arenas tristes
de la senda se juntaban,
y eran una,
y eran una,
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!

Esta noche
solo; el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma por el tiempo, por la tumba y la distancia,
por el infinito negro
donde nuestra voz no alcanza,
mudo y solo
por la senda caminaba...
y se oían los ladridos de los perros a la luna,
a la luna pálida,
y el chillido
de las ranas...
Sentí frío; era el frío que tenían en tu alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
entre las blancuras níveas
de las mortuorias sábanas,
era el frío del sepulcro, era el hielo de la muerte
Era el frío de la nada…
Y mi sombra,
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola
iba sola
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil,
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de murmullos de perfumes y de músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella...¡Oh las sombras enlazadas!

¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!...