sábado, 17 de febrero de 2018

La culpa es de Eva


Después de haber leído La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, no pude más que replantearme el rol de sumisión al que fueron expuestas las mujeres, a lo largo y ancho de toda la historia occidental.
Desde tiempos inmemorables, la figura femenina fue objeto de desprecio y marginación, así como también se constituyó en instrumento de culpa de los males del mundo. Desde Eva y Pandora, la mujer carga con el peso de desatar sobre los hombres el desprecio de los dioses por su ineptitud y poca obediencia. A partir de entonces, será catalogada como un ser inferior y hasta acusada de demoníaca.
Hesíodo muestra en sus obras Trabajos y días y Teogonía el nacimiento de la primera mujer: Pandora. Según el mito, irritado Zeus porque Prometeo había robado el fuego a los dioses, decidió enviarles una desgracia: la mujer. Pandora, llamada así por recibir un regalo de todos los dioses: belleza, encanto, gracia, habilidad en los trabajos domésticos pero también alma de carne y carácter engañoso y embustes y blandas palabras. Al llegar Pandora todo cambió, los hombres eran felices pero, tras la aparición de ésta, de ella surgió el género maldito, las tribus de las mujeres. Eva, por su parte, se considera que indujo al hombre a comer del árbol prohibido, y por eso Dios desterró a la raza humana eternamente del Edén y condenó a todas las mujeres a sufrir dolores intensos en los partos.
En la civilización griega, la mujer apenas contaba con los ordenamientos jurídicos y siempre dependía del hombre. No era considerada una ciudadana ni podía disponer de sus bienes. Cumplía, eso sí, un papel fundamental en la transmisión de la ciudadanía. La mujer tenía que ser hermosa y preocuparse por su imagen, debía ser sumisa y obediente, aún así, no dejaba de ser simplemente el instrumento de reproducción y de la conservación del grupo familiar. La mujer de la época de bronce no poseía, por tanto, ningún tipo de privilegio y su posición estaba subordinada al marido, al padre e incluso a su hijo.
En la antigua Roma, las mujeres no tenían nombre propio, sólo tenían nombre gentilicio y el familiar o apodo. El único momento del año en que las mujeres eran libres en esta civilización era durante los cultos báquicos, las Bacanales. En éstas las mujeres bebían vino, hecho prohibido para ellas, y practicaban sexo tanto heterosexual como homosexual. La existencia de estas ceremonias demuestra que el papel de la mujer en el mundo romano era el de la procreación y la reproducción.
Si nos adentramos a la Edad Media, su estrecha vinculación con el demonio, la posicionaba ante una postura completamente desfavorable que conllevaba el arresto o la muerte.  Acusada de volar, de mantener relaciones carnales con el Diablo, de vivir de conjuro en conjuro, la mujer medieval sufrió la locura de la Inquisición como nadie. Durante la Edad Media llegó hasta plantearse el problema de si la mujer tenía o no tenía alma.
Los moralistas del XVI esbozaron su versión de la mujer ideal, un icono dominado por la encarnación de la Virgen María, cuya semblanza sobre todo encarnaba la pureza, la honestidad y la buena voluntad. En parte, los moralistas se apropiaron de las descripciones misóginas basadas en la "Instrucción de la mujer cristiana", escrita por el pedagogo valenciano Luis Vives en 1523.
Durante los inicios de la edad moderna, un hombre tenía diversos papeles ocupaciones: príncipe, militar, artesano, humanista, mercader o clérigo. Las mujeres tenían menos opciones que ejercer, puesto que Vives y otros moralistas las continuaron relegando a los papeles de "madres, hijas, viudas, vírgenes o prostitutas, santas o brujas". Estas identidades, derivaban únicamente de su estatus sexual y, en muchos casos, inhibieron a muchas mujeres en su asunción de otras identidades deseadas.
Nuestra sociedad latinoamericana tampoco está exenta. Heredó de la España “moderna” el manual de buenas costumbres que rigió la vida femenina desde el siglo XVII hasta principios del siglo XX. Vida supeditada a las labores manuales del hogar, la crianza de los hijos y la atención ineludible al marido. Y esto es lo que se refleja en la obra de García Lorca. El mundo de las mujeres parece ser un submundo regido por las reglas de los buenos preceptos, la moral y la ética tanto familiar como social. Un circo de apariencias que esconde las verdaderas fallas del núcleo doméstico.
Pero además podría afirmarse que la marginación de la mujer en La casa de Bernarda Alba se produce tanto en las mujeres decentes como en las de moral “relajada”, porque la rigurosidad de las normas por parte de la figura autoritaria de la madre imponen para todas las hijas indiscriminadamente, y parece serlo para todas las mujeres de la época, preocupadas y a la vez víctimas de los prejuicios sociales de las clases acomodadas.
Ahora cabe preguntarse cuántas casas, como la de Bernarda Alba, han existido y reprimido a las mujeres en un mandato ininterrumpido desde la antigüedad hasta nuestros días. Evidentemente esto es un claro ejemplo de una problemática social que ha cruzado toda la historia occidental y de la que todavía no estamos completamente exceptuadas.
Simplemente, el texto se constituye en una herramienta de reflexión que permite transferir la acción de la obra a una sociedad contemporánea que, pese a los avances de toda índole en el pensamiento humano, sigue sojuzgando a las mujeres y cuestionando su accionar en todos los ámbitos de su vida privada.

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