viernes, 28 de diciembre de 2018

La adolescencia angustiosa


Tiene toda la intención de parecer un libro juvenil, pero en esencia se esconde algo más angustioso. "Aunque ella esté" de la escritora uruguaya Cecilia Curbelo, es una novela que se sumerge en la conciencia de una protagonista adolescente y frágil que deberá lidiar con el desamor maternal, el abuso y las consecuencias inesperadas de una frenética exposición social. Relato crudo de la vida de los jóvenes en una era de abandono y vulnerabilidad, el libro propone una mirada crítica que puede lograr generar empatía en los lectores al proponerles una historia realista y fácilmente reconocible.
Celebro la intención de mostrar una historia que se aleje de los facilismos propios de la llamada "literatura juvenil". Curbelo nos muestra que la adolescencia no es una etapa idílica, y si bien parece flaquear su historia hacia el final con un desenlace predecible, la reflexión analítica sobre las exposiciones y el mal uso de las redes sociales hace que la lectura merezca la pena. 
Su estructura es simple, lo cual facilita la lectura para el público al que está dirigido, pero propone varios cambios de enfoque en relación a los diferentes personajes, cosa que hace que se vuelva dinámica. En este sentido, el uso de la tercera persona permite explorar la interioridad de todos los actores sin caer en un exceso de intimismo si la historia fuera relatada en su totalidad por la protagonista.
"Aunque ella esté" es un libro que puede llegar a ser aleccionador, sin caer en lugares frívolos ni excesivamente clichés y permite varios ejes de análisis, lo cual lo vuelve sumamente fructífero.

sábado, 3 de noviembre de 2018

La historia repetida

Me ha tocado toparme con una lectura más: "La cautiva de las trenzas de oro" de Antonio Torres Román. Y eso fue. Una lectura más. Lejos de provocar la sorpresa que deberíamos exigirle la literatura contemporánea, luego de que pareciera que todo ya ha sido inventado, esta novela histórica se nos presenta repetitiva y con poco asombro, con una narrativa simple y un desarrollo lineal.
La historia está ambientada en la época de la expansión territorial criolla sobre el territorio indígena, y nos quiere presentar el panorama de los raptos de las mujeres en los malones, pero no mucho más. La acción queda focalizada en uno de los lados de la guerra, dejando pasar la oportunidad de realizar una verdadera denuncia, si es que eso pretendía el autor. La rigurosidad histórica no alcanza para que el relato sea entretenido o nos sume algo, como sí lo ha hecho César Aira en "Ema, la cautiva", donde podemos ver que, si bien el tema ya ha sido tratado en una larga tradición que se inicia con Esteban Echeverría, por lo menos podemos darle un vuelo narrativo que nos dé más que un argumento correcto.
La lectura no presenta demasiadas complicaciones, por lo cual es rápida, a pesar de las abundantes descripciones y los diálogos previsibles. Ciertamente, considero que esta novela quedará supeditada a un público muy estrecho que consume este tipo de narrativa histórica simple. Para el resto, pasará al olvido.

jueves, 18 de octubre de 2018

Noches Blancas: La soledad del amante

Pocas veces me he encontrado con películas que superen a las obras literarias en las que están basadas. Es más, sólo una.
Una en la que Maria Schell espera la llegada de su amante, apoyada en la baranda del puente, con Marcello Mastroianni observándola de cerca, y con toda una ciudad acompañando la soledad de los protagonistas y sus carencias en el amor.
Luchino Visconti logra captar toda la esencia de la obra de Dostoyevski plasmándola de ese tan típico neorrealismo italiano que caracterizó su primera etapa en su carrera como director. Temas como la fugacidad de los sentimientos y la irreversibilidad del destino se conjugan en una atmósfera onírica que empieza a abrirle el camino a Visconti hacia horizontes más surrealistas. 
Toda la película es rica en claroscuros, sobras misteriosas y tintes bohemios que decoran una atmósfera un tanto veneciana que es el escenario perfecto para una historia que se encamina hacia el romanticismo más puro. La soledad de ambos personajes encontrará un alivio repentino entre la bruma constante que emana la ciudad, y el pasado y el presente se fusionarán dándole a la película ese tono irreal que tanto la caracteriza.
Es una historia de amor frustrado, de búsqueda ciega de la felicidad, de dolorosa soledad. Una adaptación bastante italianizada de una obra rusa (con todo lo que ello significa) pero que conmueve tanto con su argumento como con su realización escénica. En lo personal, deja un sabor amargo. Sería imposible no volver la vista atrás mientras Mastroianni se aleja cargando consigo el peso de su propia existencia.
Es "Noches Blancas", y nada como volver a verla. Otra vez.

miércoles, 15 de agosto de 2018

El amor es cosa de mandinga

“El amor es cosa de mandinga”, habrá pensado Gabriel García Márquez y creó a Sierva María de Todos los Ángeles.
“El amor es cosa de mandinga”, habrá pensado, y dio vida a Cayetano Delaura.
“El amor es cosa de mandinga”, habrá pensado, y escribió “Del amor y otros demonios”.
Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que hizo invisible a Cayetano en el momento en el que la monja guardiana entró en la celda de Sierva María, e impidió así que lo viera acostado semidesnudo junto a ella.
Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que obliga a un hombre recorrer todas las noches un oscuro túnel, sangrándose las manos por cruzar tapias, todo para llegar a la celda donde su amada lo espera.
Cómo no va a ser cosa de mandinga ese amor que encegueció a tal punto a Cayetano que creyó poder volverse invisible otra vez por la fuerza de la oración, y atravesó las puertas del convento de las Clarisas, subió escaleras, recorrió pasillos, cruzó jardines hasta que se encontró rodeado por las monjas con sus crucifijos en alto gritándole “Vade retro”.
Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que llevó a Sierva María a abrirse de brazos en la puerta para exigirle a Cayetano que no se iba o se iba ella también.
Cómo no va a ser cosa de mandinga ese amor que lleva a un hombre desolado por la ausencia y condenado a ser enfermero de leprosos, a comer con ellos, dormir con ellos, bañarse con ellos, todo para contraer la lepra y morirse de una vez por todas, pero no conseguirlo y vivir muchos años más.

Cómo no va a ser cosa de mandinga un amor que lleva a un cura y a una niña poseída por Belcebú a recitarse los versos más hermosos que conocí de Garcilaso de la Vega: “En fin a vuestras manos he venido do sé que he de morir tan apretado”.

jueves, 9 de agosto de 2018

La noche trémula


El día anterior a que se suicidara, José Asunción Silva se hizo marcar, por su amigo y médico Juan Evangelista Manrique, una cruz en el lugar exacto donde estaba su corazón para que el disparo fuera más certero. Parece que dejó en la cabecera de su lecho una traducción francesa de “El triunfo de la muerte” de Gabriele D’Annunzio. Le había llegado la noche.

Esa noche trémula que dejó plasmada en lo que se conoce como “Nocturno III”, su obra más reconocida.

Se trata de una poesía publicada por primera vez en 1894 en la revista “Lectura para todos” de Cartagena. La muerte, la ausencia y la soledad se entretejen en un relato inagotable, espejo del alma del poeta.

Silva rememora con suma delicadeza la historia de un amor truncado por la tragedia, repasando los detalles en tres partes: el amor en vida, la agonía y muerte de la amada, y el reencuentro final de los amantes en un espacio y en un tiempo que traspasan los límites de la vida. Cada una de ellas es el portal hacia un recuerdo. Luces y sombras se alternan casi hasta el infinito a la manera del claro-oscuro romántico.

Su obra es reducida. Muerto a los 31 años, José Asunción Silva forma parte de ese grupo de poetas latinoamericanos “frustrados”, como José Martí, muertos en la cumbre de su carrera. Transformado ahora casi en una leyenda para la literatura latinoamericana, nos dejó su poesía.

Una noche,
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
a mi lado lentamente, contra mí ceñida toda, muda y pálida,
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el más secreto fondo de las fibras te agitara,
por la senda florecida que atraviesa la llanura
caminabas,
y la luna llena
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,
y tu sombra
fina y lánguida,
y mi sombra
por los rayos de la luna proyectadas,
pobre las arenas tristes
de la senda se juntaban,
y eran una,
y eran una,
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!

Esta noche
solo; el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma por el tiempo, por la tumba y la distancia,
por el infinito negro
donde nuestra voz no alcanza,
mudo y solo
por la senda caminaba...
y se oían los ladridos de los perros a la luna,
a la luna pálida,
y el chillido
de las ranas...
Sentí frío; era el frío que tenían en tu alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
entre las blancuras níveas
de las mortuorias sábanas,
era el frío del sepulcro, era el hielo de la muerte
Era el frío de la nada…
Y mi sombra,
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola
iba sola
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil,
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de murmullos de perfumes y de músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella...¡Oh las sombras enlazadas!

¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!...

martes, 31 de julio de 2018

De más lejos que más nunca


Hace unas semanas decidí volver a leer “Doña Bárbara”, aquella novela del venezolano Rómulo Gallegos considerada una de las grandes obras del regionalismo latinoamericano. Y como la relectura es un ejercicio de reconocimiento de la maduración intelectual, sus páginas me abrieron nuevos mundos que aquel primer encuentro con la obra me había negado.
Intenté olvidarme de esa Doña de mirada fría que interpretó María Felix en 1943. Esa ceja levemente alzada que no daba mucho lugar al derecho de la duda. Y pensé en esa niña que encontró su destino atroz una tarde en la selva amazónica, “más allá del Cunaviche, más allá del Cinaruco, más allá del Meta”. “De más lejos que más nunca” había llegado en un bongo a hacerse cargo del peso que significaba su vida entera.
¿Qué habrá significado ser una Doña Bárbara en un mundo con tantos Santos Luzardos? Hombres civilizados que buscaban transformar todo a su alrededor. ¿Qué oportunidad de redención pudo haber tenido esa mujer? ¿Cómo? Si ante cada una de sus acciones, su creador se apresuraba a aclarar que lo hacía “como lo haría un hombre”. El pecado de esa devoradora de hombres fue haber nacido en una época que despreciaba a los hijos de esta tierra. Y más aún, a las hijas de esta tierra. No se trata acá de condonar las culpas por sus múltiples crímenes. Pero algo en esas palabras, en esas actitudes, en esas emociones, despiertan mi clemencia. Había perdido a su joven amor, un amor puro y sano que le impedía ver los horrores de este mundo, había intentado ser vendida por su padre a un turco leproso para que formara parte de su propio lupanar y, finalmente, violada y golpeada hasta tal punto de ser dejada al borde de la muerte.
Hay mucho del determinismo naturalista en la obra de Gallegos. No hay lugar para la salvación de un alma atormentada como la de Doña Bárbara; tanto es así que ella misma, cuando ve por primera vez los ojos de ese civilizado Santos Luzardo, puede ver en ellos su propio fin.
Y en ese final abierto y casi anunciado, no puedo evitar imaginármela yéndose ligerita de equipaje, con la certeza de que su paso por la vida la había convertido en una mujer mitad demonio, mitad leyenda. Una mujer que jamás morirá, porque vivirá en cada trozo de tierra de esta indómita Latinoamérica.

jueves, 29 de marzo de 2018

El ritmo del mundo


El poema forma parte de “Versos y oraciones del caminante”, en su Libro Primero escrito en Madrid en 1920. La nostalgia por una patria dolida y la tristeza que ocasiona una vida de desdichas hicieron de esos versos una obra inmortal.
Su vida fue una ruleta. Nacido del seno de una familia acomodada, no sólo fue poeta, también fue farmacéutico y hasta cómico ambulante. Fue encarcelado, se casó con una muchacha peruana, trabajó en hospitales en Guinea Ecuatorial y regresó a su tierra para exiliarse y acabar sus días en otra tierra, extraña.
Le cantó a la añoranza, a la libertad sin ataduras, al frío mortecino de la soledad, a su juventud sombría.
El poema se llamó “¡Qué lástima!” y León Felipe lo escribió para no dejar de patentar la pena que le embargaba hasta los huesos.
No es necesario ser una persona versada en las lides literarias para entender que este poema quizás sea uno de los más desgarradores relatos sobre la desolación de un hombre que todo lo ha perdido. La nostalgia por lo que se tuvo y ya no está, pero también por lo que nunca estuvo jamás.
Escrito en otro siglo y en una tierra que no conozco, hoy lo vuelvo a leer y lo comparto. Porque todos hemos sentido alguna vez la dura carga de nuestras valijas. Hemos conocido esas horas largas. Hemos escuchado el ritmo del mundo pasando por nuestra ventana.
Nadie como León Felipe para comprender ese movimiento perpetuo de horas y deshoras que pesa en el alma y se plasma en un papel para aminorar su peso.

¡Qué lástima
que yo no pueda cantar a la usanza
de este tiempo lo mismo que los poetas de hoy cantan!
¡Qué lástima
que yo no pueda entonar con una voz engolada
esas brillantes romanzas
a las glorias de la patria!
¡Qué lástima
que yo no tenga una patria!
Sé que la historia es la misma, la misma siempre,
que pasa
desde una tierra a otra tierra, desde una raza
a otra raza,
como pasan
esas tormentas de estío desde ésta a aquella comarca.
¡Qué lástima
que yo no tenga comarca,
patria chica, tierra provinciana!
Debí nacer en la entraña
de la estepa castellana
y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada;
pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,
y mi juventud, una juventud sombría, en la Montaña.
Después... ya no he vuelto a echar el ancla,
y ninguna de estas tierras me levanta
ni me exalta
para poder cantar siempre en la misma tonada
al mismo río que pasa
rodando las mismas aguas,
al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.
¡Qué lástima
que yo no tenga una casa!,
una casa solariega y blasonada,
una casa
en que guardara,
a más de otras cosas raras,
un sillón viejo de cuero, una mesa apolillada
y el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla.
¡Qué lástima
que yo no tenga un abuelo que ganara
una batalla,
retratado con una mano cruzada
en el pecho, y la otra mano en el puño de la espada!
Y, ¡qué lástima
que yo no tenga siquiera una espada!
Porque... ¿qué voy a cantar si no tengo ni una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla,
ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada?
¡Qué voy a cantar si soy un paria
que apenas tiene una capa!
Sin embargo...
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa
en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja.
Un libro tengo también. Y todo mi ajuar se halla
en una sala
muy amplia
y muy blanca
que está en la parte más baja
y más fresca de la casa.
Tiene una luz muy clara
esta sala
tan amplia
y tan blanca...
Una luz muy clara
que entra por una ventana
que da a una calle muy ancha.
Y a la luz de esta ventana
vengo todas las mañanas.
Aquí me siento sobre mi silla de paja
y venzo las horas largas
leyendo en mi libro y viendo cómo pasa
la gente al través de la ventana.
Cosas de poca importancia
parecen un libro V el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.
Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa
cuando pasan
ese pastor que va detrás de las cabras
con una enorme cayada,
esa mujer agobiada
con una carga
de leña en la espalda,
esos mendigos que vienen arrastrando sus miserias,
de Pastrana,
y esa niña que va a la escuela de tan mala gana.
¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana
siempre y se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
¡Qué gracia
tiene su cara
en el cristal aplastada
con la barbilla sumida y la naricilla chata!
Yo me río mucho mirándola
y la digo que es una niña muy guapa...
Ella, entonces, me llama ¡tonto!, y se marcha.
¡Pobre niña! Ya no pasa
por esta calle tan ancha
caminando hacia la escuela de muy maja gana,
ni se para
en mi ventana,
ni se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
Que un día se puso mala,
muy mala,
y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.
Y en una tarde muy clara,
por esta calle tan ancha,
al través de la ventana,
vi cómo se la llevaban
en una caja
muy blanca...
En una caja
muy blanca
que tenía un cristalito en la tapa.
Por aquel cristal se la veía la cara
lo mismo que cuando estaba
pegadita al cristal de mi ventana...
Al cristal de esta ventana
que ahora me recuerda siempre el cristalito de aquella caja
tan blanca.
Todo el ritmo de la vida pasa
por este cristal de mi ventana...
¡Y la muerte también pasa!
¡Qué lástima
que no pudiendo cantar otras hazañas,
porque no tengo una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla,
ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria
que apenas tiene una capa ...
venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia! 



sábado, 17 de febrero de 2018

La culpa es de Eva


Después de haber leído La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, no pude más que replantearme el rol de sumisión al que fueron expuestas las mujeres, a lo largo y ancho de toda la historia occidental.
Desde tiempos inmemorables, la figura femenina fue objeto de desprecio y marginación, así como también se constituyó en instrumento de culpa de los males del mundo. Desde Eva y Pandora, la mujer carga con el peso de desatar sobre los hombres el desprecio de los dioses por su ineptitud y poca obediencia. A partir de entonces, será catalogada como un ser inferior y hasta acusada de demoníaca.
Hesíodo muestra en sus obras Trabajos y días y Teogonía el nacimiento de la primera mujer: Pandora. Según el mito, irritado Zeus porque Prometeo había robado el fuego a los dioses, decidió enviarles una desgracia: la mujer. Pandora, llamada así por recibir un regalo de todos los dioses: belleza, encanto, gracia, habilidad en los trabajos domésticos pero también alma de carne y carácter engañoso y embustes y blandas palabras. Al llegar Pandora todo cambió, los hombres eran felices pero, tras la aparición de ésta, de ella surgió el género maldito, las tribus de las mujeres. Eva, por su parte, se considera que indujo al hombre a comer del árbol prohibido, y por eso Dios desterró a la raza humana eternamente del Edén y condenó a todas las mujeres a sufrir dolores intensos en los partos.
En la civilización griega, la mujer apenas contaba con los ordenamientos jurídicos y siempre dependía del hombre. No era considerada una ciudadana ni podía disponer de sus bienes. Cumplía, eso sí, un papel fundamental en la transmisión de la ciudadanía. La mujer tenía que ser hermosa y preocuparse por su imagen, debía ser sumisa y obediente, aún así, no dejaba de ser simplemente el instrumento de reproducción y de la conservación del grupo familiar. La mujer de la época de bronce no poseía, por tanto, ningún tipo de privilegio y su posición estaba subordinada al marido, al padre e incluso a su hijo.
En la antigua Roma, las mujeres no tenían nombre propio, sólo tenían nombre gentilicio y el familiar o apodo. El único momento del año en que las mujeres eran libres en esta civilización era durante los cultos báquicos, las Bacanales. En éstas las mujeres bebían vino, hecho prohibido para ellas, y practicaban sexo tanto heterosexual como homosexual. La existencia de estas ceremonias demuestra que el papel de la mujer en el mundo romano era el de la procreación y la reproducción.
Si nos adentramos a la Edad Media, su estrecha vinculación con el demonio, la posicionaba ante una postura completamente desfavorable que conllevaba el arresto o la muerte.  Acusada de volar, de mantener relaciones carnales con el Diablo, de vivir de conjuro en conjuro, la mujer medieval sufrió la locura de la Inquisición como nadie. Durante la Edad Media llegó hasta plantearse el problema de si la mujer tenía o no tenía alma.
Los moralistas del XVI esbozaron su versión de la mujer ideal, un icono dominado por la encarnación de la Virgen María, cuya semblanza sobre todo encarnaba la pureza, la honestidad y la buena voluntad. En parte, los moralistas se apropiaron de las descripciones misóginas basadas en la "Instrucción de la mujer cristiana", escrita por el pedagogo valenciano Luis Vives en 1523.
Durante los inicios de la edad moderna, un hombre tenía diversos papeles ocupaciones: príncipe, militar, artesano, humanista, mercader o clérigo. Las mujeres tenían menos opciones que ejercer, puesto que Vives y otros moralistas las continuaron relegando a los papeles de "madres, hijas, viudas, vírgenes o prostitutas, santas o brujas". Estas identidades, derivaban únicamente de su estatus sexual y, en muchos casos, inhibieron a muchas mujeres en su asunción de otras identidades deseadas.
Nuestra sociedad latinoamericana tampoco está exenta. Heredó de la España “moderna” el manual de buenas costumbres que rigió la vida femenina desde el siglo XVII hasta principios del siglo XX. Vida supeditada a las labores manuales del hogar, la crianza de los hijos y la atención ineludible al marido. Y esto es lo que se refleja en la obra de García Lorca. El mundo de las mujeres parece ser un submundo regido por las reglas de los buenos preceptos, la moral y la ética tanto familiar como social. Un circo de apariencias que esconde las verdaderas fallas del núcleo doméstico.
Pero además podría afirmarse que la marginación de la mujer en La casa de Bernarda Alba se produce tanto en las mujeres decentes como en las de moral “relajada”, porque la rigurosidad de las normas por parte de la figura autoritaria de la madre imponen para todas las hijas indiscriminadamente, y parece serlo para todas las mujeres de la época, preocupadas y a la vez víctimas de los prejuicios sociales de las clases acomodadas.
Ahora cabe preguntarse cuántas casas, como la de Bernarda Alba, han existido y reprimido a las mujeres en un mandato ininterrumpido desde la antigüedad hasta nuestros días. Evidentemente esto es un claro ejemplo de una problemática social que ha cruzado toda la historia occidental y de la que todavía no estamos completamente exceptuadas.
Simplemente, el texto se constituye en una herramienta de reflexión que permite transferir la acción de la obra a una sociedad contemporánea que, pese a los avances de toda índole en el pensamiento humano, sigue sojuzgando a las mujeres y cuestionando su accionar en todos los ámbitos de su vida privada.

domingo, 7 de enero de 2018

Los ojos de España


“Ojos verdes” llegó a mis oídos a través de la voz de la Pantoja hace tantos años ya, que prefiero no sacar cuentas. Y a pesar del tiempo, y de las reproducciones en múltiples artefactos electrónicos, el sonido de una de las coplas más sentidas de España, no deja de emocionarme.
Hay surtidas interpretaciones sobre su composición.
Dicen que tuvo un primer parto una noche en la que se reunieron Rafael de León, Federico García Lorca y Miguel de Molina (son irresistibles para mí las ganas de soñar con haber presenciado semejante reunión cumbre). Fue en Barcelona, quizás en 1931 o en 1935. De ahí en adelante se crearían varias versiones. Para mujeres, para hombres e, incluso, para franquistas donde aparecen algunas “diferencias” que Molina tuvo que adoptar para cantarla. Hoy, después de más treinta años sin Franco, los cantaores recuperan aquella versión original que dice “apoyá en el quicio de la mancebía” en vez de “apoyá en el quicio de tu casa un día”.
Aún así, parece que las mutilaciones sufridas por “Ojos verdes” no fueron suficientes para librar a Miguel de Molina de un destierro cruento que lo trajo por nuestras tierras. Fue víctima de maltratos y persecuciones por ser “rojo y maricón”, e “invitado” a dejar España en 1942. En Argentina su vida no fue más sosegada: brilló con su arte, cautivó a Eva Perón y terminó sus días en 1993, encerrado en su caserón acompañado de su máquina de coser Singer con la que confeccionaba su vestuario. También fue perseguido por nuestro régimen militar, que le confiscó sus bienes y lo obligó a un nuevo exilio, esta vez en México. Pero dicen que era tanto lo que extrañaba que le escribió una carta a Evita y ella mandó a buscarlo para traerlo otra vez.
Y como si tanto dolor no fuera suficiente, se hicieron dos películas en su honor (“Las cosas del querer”) y nunca le pagaron los derechos por contar su historia. Y pesar de sus ganas de retirarse de la vida pública, los éxitos de taquilla hicieron de él un ícono del arte queer sin él buscarlo jamás.
Hoy “El rey de la copla” ya descansa de una vida agitada que lo llevó a la cumbre de la música y al fango de la violencia falanquista. En 2008, al cumplirse un centenario de su nacimiento, se intentó repatriar sus restos a España, pero su hermana no quiso que Miguel regresara a la tierra donde tanto sufrió.
Dueño de un talento invaluable que lo posicionó en la lista imperecedera de las mejores voces de la canción española, Miguel de Molina resuena ahora en mi casa como si fuera simplemente un sonido más del ambiente. Todo lo penetra. Y “Ojos verdes” es su himno. Sin importar su génesis, la tiranía de la tristeza se cuela por sus versos. Para hacerle justicia, prefiero una versión sin enmiendas franquistas ni tantos escándalos morales.



Apoyá en el quicio de la mancebía 
 miraba esconderse la noche de mayo 
 pasaban los hombres, ella sonreía 
 hasta que en su puerta pare mi caballo. 
 “Serrana, ¿me das candela?”
Y ella me dijo, “gaché, 
ven y tómala en mis labios
que yo fuego te daré.” 
 Baje del caballo,
de cerca te vi 
 y fueron dos verdes luceros de mayo
tus ojos pa’ mí. 
 Ojos verdes, verdes como la albahaca 
 verdes como el trigo verde y el verde, verde limón. 
 Ojos verdes, verdes con brillo de faca 
 que están clavaitos en mi corazón. 
 Pa’ mí ya no hay soles, luceros, ni luna, 
 no hay más que unos ojos que mi vía son. 
Vimos desde el cuarto despuntar el día 
y anunciar el alba la torre la vega. 
Dejaste mis brazos cuando amanecía 
y en mi boca un gusto a menta y canela. 
“Serrana, para un vestido
yo te quiero regalar.” 
“No hace falta, estas cumplido,
no me tienes que dar na’.” 
Subí en mi caballo,
volando me fui 
y nunca otra noche más bella de mayo
he vuelto a vivir.